Colombia: Cárceles de la miseria y miseria de las cárceles
“Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una nación hasta haber estado e una de sus cárceles. Una nación no debe ser juzgada por el modo en que trata a sus ciudadanos de alto rango. sino por la manera en la que trata a los de más bajo”
El Largo Camino Hacia la Libertad Nelson Mandela
“Nunca había visto por dentro esa horrible cárcel que en años posteriores me fue tan familiar. Después de caminar por oscuros pasadizos y de subir y bajar mugrientas escaleras nos encontramos en un largo salón cuyo techo tocábamos con las manos. Triste luz crepuscular hacía más horrendo aquel antro fétido, húmedo, negro. Apoyé mis manos en la pared y las retiré asombrado: esputos sanguinolentos decoraban las paredes […] Había ahí leprosos, tísicos, sarnosos, cojos, mancos, tuertos, ciegos, sordos, mudos, paralíticos, llagados, sifilíticos, jorobados, idiotas, un espantoso depósito de carne enferma que chorreaba pus y mugre. Los tuberculosos tosían. Las moscas zumbaban. Un vapor espeso y fétido mareaba a los más fuertes. Los nervios se aflojaban en aquella antesala de la muerte […]“.
Este testimonio del anarquista mexicano Ricardo Flores Magón, narra sus primeras vivencias en una prisión, cuando siendo estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria fue detenido en 1892, por participar en un movimiento de oposición a la reelección del dictador Porfirio Díaz. Desde entonces, buena parte de su vida pasaría en centros penitenciarios tanto nacionales como extranjeros, donde finalmente lo sorprendió la muerte en 1922, poco después de rechazar el indulto que le ofreciera el gobierno de los Estados Unidos, en una de cuyas cárceles purgaba una pena de 20 años.
Si nos atuviéramos a los principios para la protección de las personas sometidas a cualquier forma de detención o prisión adoptados por la Asamblea General de Naciones Unidas cuya resolución 43/173 del 9 de diciembre de 1988 garantiza que “Toda persona sometida a cualquier forma de detención o prisión será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano”, no vacilaríamos en afirmar que las situaciones descritas por el revolucionario Magón, hace ya 120 años, hacen parte de un pasado remoto.
Sin embargo, nada más lejano a la realidad; la existencia de prisiones, como las que mantuvo Estados Unidos hasta hace un tiempo en los territorios ocupados de Iraq y Afganistán y la que actualmente conserva en la ilegal base naval de Guantánamo (Cuba), donde bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo retiene a más de un centenar de prisioneros incomunicados, sin garantías procesales ni judiciales y sometidos a las más crueles torturas y tratos degradantes e inhumanos, es una muestra fehaciente de la función que siguen cumpliendo las cárceles como instrumento de represión política y control social.
SISTEMA PENITENCIARIO COLOMBIANO: ENTRE LA PENALIDAD NEOLIBERAL Y EL TERRORISMO DE ESTADO
Recientes episodios como los acaecidos en un penal de Comayagua (Honduras) donde cerca de 400 prisioneros murieron calcinados; o los hechos de violencia que cobraron la vida de 58 personas en la prisión de Uribania (Estado de Lara/Venezuela); o en el centro penitenciario de Apodaca (Nuevo León/México), donde en complicidad con la guardia 30 miembros de los zetas protagonizaron una fuga, dejando a su paso 44 internos masacrados; indican un patrón recurrente de violencia, que parece darle la razón a Harold Thompson: “Las prisiones –decía este anarquista norteamericano que permaneció los últimos treinta años de su vida en la cárcel- son instituciones diseñadas para enseñar lecciones de violencia a través del abuso hacia aquellos confinados en ellas”.
Aunque el sistema penitenciario en las sociedades modernas se plantea como un espacio para reformar al infractor e impedir la repetición del acto antisocial (“resocialización”), en la práctica funciona por excelencia como aparato punitivo del Estado que hace primar, sobre cualquier principio humanista, los criterios de venganza permitiendo además resguardar el sacrosanto principio de la propiedad privada, convirtiéndose en un camino corto para dar salida -por la vía de la criminalización de la pobreza- a los agudos problemas sociales inherentes al capitalismo: “La indigencia, desempleo, drogadicción, enfermedad mental y analfabetismo –escribe Angela Davis- son sólo algunos de los problemas que desaparecen del escenario público cuando los seres humanos que contienden con ellos son relegados a jaulas.”
En este sentido la realidad carcelaria colombiana guarda similitudes con la de otros centros penitenciarios del continente. Por eso no sorprende que el hacinamiento, la corrupción, la privación de servicios básicos como el agua potable y la luz, la alimentación precaria, la ausencia de atención médica y de condiciones dignas para los internos, estén allí al orden día. Con razón anota la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que uno de los sectores de la población más desprotegidos y con mayor vulnerabilidad en América Latina son las personas privadas de la libertad[1].
Pero si bien las cárceles del país comparten patrones más o menos similares con las del resto del continente, en Colombia la crisis carcelaria está inmersa en las complejas dinámicas de un conflicto armado y social que sacude al país desde hace más de medio siglo; y no escapa a la acción criminal de un aparato estatal que históricamente ha recurrido al uso sistemático de la violencia para acallar la oposición política y social y silenciar las expresiones del pensamiento crítico. De este modo, el sistema penitenciario colombiano cumple un importante papel como instrumento jurídico para la desarticulación de las organizaciones sociales, y el silenciamiento de la protesta social.
La presencia de oficiales activos de la policía, en la dirección del sistema nacional penitenciario y carcelario (INPEC)[2], y en algunos centros de reclusión, así como la existencia de cuerpos especializados entre ellos el Grupo de Reacción Inmediata (GRI) y el Comando Operativo de Remisiones de Especial Seguridad (CORES) que cumplen funciones represivas más allá de las que les corresponde como cuerpo de custodia y vigilancia hacen parte de esta estrategia, en consonancia con una justicia parcializada que ofrece privilegios a los que tienen poder y se muestra ejemplarizante con quienes carecen de él.
LAS CÁRCEL NO ELIMINA LOS PROBLEMAS SOCIALES PERO SI LOS SERES HUMANOS
Según cifras del mismo Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC) actualmente hay 114.772 internos cuando el cupo es para 75 mil, lo que coloca de presente graves problemas de hacinamiento. Recientemente la juez 56 penal del circuito ordenó suspender el traslado de más presos a la cárcel Modelo de Bogotá, un centro de reclusión que, de acuerdo con las cifras del mismo INPEC cuenta con 7230 reclusos pese a que su capacidad es de 2850 internos, lo que significa una sobrepoblación del 153%, cifra que supera con creces los niveles de sobrepoblación crítica establecidos por los estándares internacionales en el 20%.
El informe que avala la decisión judicial en primera instancia puso de presente que muchos internos tienen que dormir amontonados en los corredores, escaleras o espacios destinados a actividades colectivas, comer con las manos y lavar platos en los orinales. Pese a la contundencia de estos hechos el Tribunal Superior de Bogotá en cabeza del magistrado Jorge Enrique Vallejo, no tardó en anular la sentencia recurriendo a una serie de artilugios jurídicos.
Con todo, la situación de la cárcel Modelo no es la más crítica; en otros sitios de reclusión del país como Villahermosa (Cali), el hacinamiento alcanza niveles alarmantes ya que ésta cuenta con 5855 internos, siendo su capacidad apenas para 1.667 hombres; lo mismo sucede en Bellavista (Medellín) donde están alojados 7461 reclusos en una cárcel diseñada para 2424 internos. Si a esto le sumamos el hecho que no dispone de una infraestructura adecuada, no está lejos el día en que las cárceles colombianas vivan una tragedia como la del mencionado penal de Comayagua. Por demás el hacinamiento favorece la propagación de epidemias y enfermedades contagiosas de manera tal que la salud constituye otro de los problemas estructurales que vive la población carcelaria, agudizado por la ausencia de personal médico especializado y la escasez de medicamentos[3].
En una carta dirigida a la CIDH, uno de los voceros del Movimiento Nacional Carcelario (MNC), Tulio Ávila Murillo, denunciaba las condiciones inhumanas en que se encuentran las personas privadas de la libertad en Colombia y señalaba como “en un año han muerto más de 80 internos en total abandono, la mayoría por inasistencia médica, pero lo más grave es que todo queda en la absoluta impunidad […] la impotencia, la consternación y el dolor que se mezcla con la desesperanza, al ver como nuestros compañeros y compañeras de prisión, día a día se enferman y van muriendo lentamente como simples animales encerrados en los pabellones de la ignominia y la miseria, administrada por una institución que está corrompida por los jugosos negocios de los contratos[…]”. [4]
El hecho más reciente ocurrió el pasado 9 de abril en el centro penitenciario de “Picaleña” (Ibagué/Tolima),con la muerte, por falta de tratamiento médico oportuno, del preso político Juan Camilo Lizarazo quien desde varios meses atrás venía solicitando a las autoridades carcelarias atención médica urgente. Su caso se suma al de cientos de prisioneros políticos y de guerra que han muerto en las cárceles colombianas debido a la negligencia del Estado Colombiano y en abierta violación a las normas constitucionales que garantizan la protección del derecho a la vida.
Es aún más crítica la situación de las mujeres privadas de la libertad quienes sufren una vulnerabilidad especial, más aún cuando se encuentran en estado de embarazo o en condición de madres lactantes, pues los efectos negativos del encierro se extienden sobre la salud física y emocional de sus hijos, ya que estos centros de reclusión carecen de atención ginecológica, pediátrica y en general de personal especializado que atienda sus necesidades, así como de ambientes adecuados para la estancia de los menores. La amenaza de separación de sus hijos es un arma utilizada por las autoridades penitenciarias para lograr obediencia de las madres internas.
Cabe advertir sin embargo que no todos los internos e internas reciben el mismo trato: mientras a los prisioneros políticos se les retienen las órdenes de remisión para recibir atención médica especializada, en los pabellones de la llamada “parapolítica”, “justicia y paz”, donde conviven políticos nacionales, regionales y reconocidos narcotraficantes vinculados con delitos de corrupción, paramilitarismo y lesa humanidad, abundan los permisos para supuestas visitas médicas y odontológicas, que no reciben registro alguno, lo que les permite permanecer varios días por fuera del penal visitando familiares o realizando otro tipo de actividades. Esto para no hablar de las guarniciones militares, donde los oficiales detenidos disfrutan de todos los lujos y beneficios, que en un preso común sería impensable.
UN MODELO PERVERSO
El 9 de julio de 2001 el gobierno del entonces presidente Andrés Pastrana, colombiano, en cabeza de su ministro de Justicia, firmó un acuerdo de cooperaciónpara el supuesto“mejoramiento del Sistema Penitenciario Colombiano”; el acuerdo, destinaba 4.5 millones de dólares para este programa, procedentes de los dineros del “Plan Colombia”, e incluía el asesoramiento técnico y materialdel Bureau Federal de Prisiones, para la adecuación de instalacionespenitenciarias y carcelarias, así como el entrenamiento de funcionarios del Inpec en escuelas e instalaciones dirigidas por instructores norteamericanos.Con base en estos acuerdos se orientó la construcción de 11 NuevosEstablecimientos de Reclusión del Orden Nacional (“ERON”)[5]
Una investigación adelantada por la Procuraduría General de la Nación en el 2008 puso en evidencia que estas instalaciones no garantizaban un ambiente digno para las personas privadas de la libertad: “No cuentan–señala el informe- con espacio para el consumo de alimentos, los espacios para movilización de sindicados son muy reducidos y sin acceso al aire libre; la altura del edificio limita la entrada de luz natural y ventilación, situación que se agravará en ciudades cuya temperatura alcanza o supera los 30 grados centígrados, y las dimensiones de las ventanas de las celdas de 20 cmts por 120 cmts, no garantizan iluminación ni ventilación suficiente, ni permite el uso de la luz natural en condiciones normales”[6].
Pese a estas flagrantes violaciones de los protocolos internacionales para el tratamiento de personas privadas de la libertad (asociados a actos de corrupción que a la fecha no han sido investigados) estos establecimientos fueron puestos en funcionamiento sin mayores modificaciones, descargando la responsabilidad sobre los reclusos y sus familiares que no sólo han visto restringidas las visitas a sus seres queridos, sino que deben padecer los abusos sistemáticos cometidos por los guardias de turno acrecentando así la violación de los derechos fundamentales de los reclusos.
Resulta claro que la crisis humanitaria de las cárceles colombianas no se soluciona con la construcción de más sitios de reclusión, mucho menos con su privatización. Este modelo que ya se aplicó inicialmente en Estados Unidos y se expandió a Europa (Inglaterra, Nueva Zelanda, Australia, Francia y Alemania), viene tomado fuerza en países del continente como Chile donde ya se ha implementado, arrojando un balance negativo para la impartición de justicia, ya que acorde con la lógica del mercado “Para aumentar las ganancias en el sector de la justicia penal esta industria necesita que se mantenga a más gente presa en el sistema por más tiempo”[7].
El sociólogo francés Loïc Wacquant, en una interesante investigación sobre las políticas de seguridad de lo que él denomina “Estado Penitencia”,señala, -apoyado en una amplia información empírica- cómo la industria de prisiones se ha transformado en una de las más prósperas de los Estados Unidos, siendo el tercer renglón generador de empleo en ese país. Alrededor de este ramo se anuda una compleja red de actividades económicas y comerciales. De ello da cuenta la feria que anualmente realiza la Asociación Correccional Americana donde participan más de seiscientas cincuentas empresas ofertando una variedad de productos y servicios que cubre desde “’uniformes de extracción’ (para arrancar de sus celdas a los internos recalcitrantes)” y sistemas de celdas portátiles que pueden improvisarse en cualquier sitio de la ciudad, hasta sistemas de purificación de aire antituberculosis[8]
COLECTIVOS DE PRESOS POLÍTICOS: “NO PEDIMOS PERMISO PARA SER LIBRES”
La prolongación del conflicto armado y social colombiano y, consustancial a él, el incremento del número de presos(as) políticos(as)-que ya sobrepasa los diez mil- ha permitido que éstos hayan adquirido una larga tradición de organización y reivindicación de sus derechos en los centros de reclusión. Misma que han conservado y enriquecido de generación en generación, pero que los sucesivos gobiernos y la misma dirección del INPEC tratan de negar continuamente, recluyendo indiscriminadamente en un mismo pabellón a guerrilleros y paramilitares y creando así un clima de permanente tensión.
A lo anterior hay que sumar las continuas políticas del Estado colombiano por estimularla deserción, desmovilización y delación de los insurgentes a cambio de beneficios jurídicos. Labor que se hace más palpable en los penales donde, a través de presiones, engaños y ofertas económicas promovidas directamente desde el Ministerio del Interior y Justicia, se ha pretendido –casi siempre infructuosamente– que los rebeldes se acojan a los programas de “Justicia y Paz” (ley 975 de 2005)
Pese a estos obstáculos en los centros de reclusión colombianos encontramos colectivos de presos políticos ya consolidados con una estructura organizativa que-a diferencia de otros penales del continente- ha permitido no sólo visibilizar y dilucidar la crítica situación carcelaria sino que también ha logrado una cierta regulación de la vida interna de estos establecimientos, y organizar la lucha colectivapor mejoras en la atención sanitaria, la calidad de la alimentación, el respeto a las visitas, a través de jornadas de desobediencia civil.
Frente a la ausencia de programas de educación como instrumentos de capacitación y redención de pena y la prohibición de acceso de los internos a los talleres de trabajo, en los pabellones de alta seguridad, los colectivos de presos políticos han asumido tareas educativas que contemplan desde labores de alfabetización, hasta la discusión sobre diferentes aspectos de la realidad nacional e internacional, actividades que mantienen en alto la moral de los presos en un ambiente donde el consumo de alucinógenos, el ocio y los juegos de azar se constituyen en la constante.
Los sindicados y condenados por delitos políticos son naturalizados como enemigos “per se” y con ellos sus colectivos, que permanentemente son desintegrados recurriendo al traslado masivo de prisioneros a las diferentes cárceles del país, alejándolos de sus núcleos familiares y sembrando terror psicológico para bloquear cualquier acción reivindicativa. Un ejemplo de esta situación es la que viven actualmente los prisioneros políticos de guerra Tulio Ávila Murillo (“Alonso”), José Marbel Zamora (“Chucho”) y Bernardo Mosquera (“Negro Antonio) quienes han sido amenazados en su integridad física y personal, como consecuencia del liderazgo asumido en las jornadas de desobediencia pacífica que, desde algunos meses vienen adelantando millares de presos(as) políticos(as) por las condiciones inhumanas e indignantes que afrontan.
En numerosas ocasiones los presos políticos son recluidos en celdas de aislamiento (Unidades de Tratamiento Especial), privados de comunicación con el exterior y sin derecho a tomar el sol; así mismo son trasladados a centros penitenciarios que, como el de Valledupar, son considerados de alto castigo, alejándolos de su núcleo familiar y sometiéndolos al hostigamiento permanente del cuerpo de custodia. Esta situación no da cuenta de casos aislados sino de la sistemática violación de los derechos humanos de que son objeto los internos en las cárceles colombianas.
Los atropellos contra la población carcelaria no han impedido la consolidación del Movimiento Nacional Carcelario (MNC) que, en el mes de abril ha desarrollado exitosamente Jornadas Nacionales de Desobediencia Carcelaria en treinta establecimientos reclusorios del país; como parte, también, de las luchas que adelantan en el campo y la ciudad las organizaciones campesinas, indígenas, cívicas y sindicales en favor de sus derechos, y que vienen allanando el camino para una movilización más amplia del pueblo colombiano hacia el afianzamiento de una solución política al conflicto armado y social que vive el país desde hace ya tantas décadas.
Por: Miguel Ángel Beltrán- Profesor Asociado Universidad Nacional de Colombia. Ex preso político